Una de las grandes deficiencias de nuestro Estado de Derecho es que cuando el justiciable que ha acudido a los tribunales en búsqueda de tutela de sus derechos logra finalmente, al cabo de largos años de batallar judicial, de infinitos recursos y múltiples incidentes y trámites, obtener una sentencia definitiva e irrevocable que le da ganancia de causa, comienza otro calvario para el justiciable que es tratar de ejecutar la sentencia que le es favorable. Y es que al justiciable no solo se le condena a sufrir un largo y enrevesado proceso para tener razón sino que, una vez se le da la razón, constituye todo un proceso adicional hacer que la razón judicialmente reconocida se cumpla en los hechos.
Muchas veces la sentencia es ejecutable contra particulares y requiere el auxilio de la fuerza pública. Tradicionalmente esta fuerza pública ha sido otorgada y sigue siendo otorgada por el Ministerio Público, conforme disposiciones legales que se remontan al origen mismo de la República. Obtener esta fuerza pública depende algunas veces, sin embargo, de la voluntad arbitraria de procuradores fiscales que, en numerosas ocasiones, se niegan a otorgarla para la válida ejecución de las sentencias.
Consciente de estas debilidades del Ministerio Público como institución, aparte de las nuevas y verdaderas misiones de esta institución en el marco del sistema penal que le imposibilitan ser juez y parte respecto al cumplimiento y ejecución de sentencias, el constituyente de 2010 estableció clara y expresamente en el artículo 148, párrafo I, de la Constitución que la función judicial consiste en administrar justicia para decidir sobre los conflictos entre personas físicas o morales, en derecho privado o público, en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado. De manera que, desde la óptica constitucional, a quien corresponde otorgar o no la fuerza pública es a los jueces y tribunales de la República y no al Ministerio Público, en la medida en que, conforme al texto constitucional citado, es al Poder Judicial a quien toca juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.
Esto se cumple parcialmente respecto al sistema penal en donde es al juez de la ejecución de la pena a quien le corresponde, de acuerdo con el Código Procesal Penal, el control de la ejecución de las sentencias, de la suspensión condicional del procedimiento, de la sustanciación y resolución de todas las cuestiones que se planteen sobre la ejecución de la condena (artículo 74). Sin embargo, en el plano civil, comercial, laboral y del Derecho privado en sentido general, no disponemos de un juez de la ejecución de la sentencia que vele por el fiel cumplimiento y ejecución de las sentencias dictadas por los jueces en dicha materia.
En cuanto al Tribunal Constitucional, conforme la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y de los Procedimientos Constitucionales, éste resuelve sobre las incidencias de la ejecución de sus sentencias (artículo 50), de acuerdo con los poderes del juez de amparo (artículo 89), que también vela por el cumplimiento de sus mandamientos. De todos modos, más allá de los mecanismos establecidos por la propia LOTCPC y el ordenamiento jurídico para la ejecución de las sentencias del Tribunal Constitucional, sería aconsejable la instauración en la organización del propio Tribunal Constitucional de una oficina de seguimiento y vigilancia de la efectividad de las sentencias que emita el Tribunal Constitucional, que permita dar el seguimiento a las distintas sentencias del Tribunal Constitucional, especialmente a aquellas que involucran un determinado tipo de actuación de los poderes públicos o que ordenan determinadas actuaciones de parte de la Administración. Esta oficina daría seguimiento a partir de la emisión de la sentencia y dispondría un registro anual sobre organismos renuentes o funcionarios amonestados por sentencias del Tribunal Constitucional que podrían ser publicados en la página web y también, eventualmente, a través de los medios de difusión nacional como un dispositivo de presión sobre su conducta.
La cuestión de la ejecución y cumplimiento de las sentencias se vuelve más que dramática cuando éstas son contra el Estado. Aquí estamos en presencia de un verdadero suplicio porque el Estado incumple muchas veces los laudos arbitrales, las sentencias internacionales y las decisiones de la jurisdicción contencioso-administrativa en su contra, lo cual se agrava porque, cuando se trata de sanciones o reparaciones económicas, el Estado es inembargable. La Ley 86-11 dispone que las sentencias en contra del Estado serán satisfechas con cargo a la partida presupuestaria de la entidad pública afectada con la sentencia (artículo 3) y que, en caso de que no haya fondos presupuestarios suficientes, las autoridades se ocupará de su inclusión en el ejercicio presupuestario siguiente (artículo 4). Cuando el funcionario correspondiente no hace esta inclusión, solo queda entonces el camino del juez de amparo de cumplimiento, recomenzando entonces el duro, costoso, tortuoso e interminable ciclo judicial.
Por Eduardo Jorge Prats
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- “Hacer ejecutar lo juzgado”. Eduardo Jorge Prats. Periódico Hoy. Disponible en: http://hoy.com.do/hacer-ejecutar-lo-juzgado
Hacer ejecutar lo juzgado
Una de las grandes deficiencias de nuestro Estado de Derecho es que cuando el justiciable que ha acudido a los tribunales en búsqueda de tutela de sus derechos logra finalmente, al cabo de largos años de batallar judicial, de infinitos recursos y múltiples incidentes y trámites, obtener una sentencia definitiva e irrevocable que le da ganancia de causa, comienza otro calvario para el justiciable que es tratar de ejecutar la sentencia que le es favorable. Y es que al justiciable no solo se le condena a sufrir un largo y enrevesado proceso para tener razón sino que, una vez se le da la razón, constituye todo un proceso adicional hacer que la razón judicialmente reconocida se cumpla en los hechos.
Muchas veces la sentencia es ejecutable contra particulares y requiere el auxilio de la fuerza pública. Tradicionalmente esta fuerza pública ha sido otorgada y sigue siendo otorgada por el Ministerio Público, conforme disposiciones legales que se remontan al origen mismo de la República. Obtener esta fuerza pública depende algunas veces, sin embargo, de la voluntad arbitraria de procuradores fiscales que, en numerosas ocasiones, se niegan a otorgarla para la válida ejecución de las sentencias.
Consciente de estas debilidades del Ministerio Público como institución, aparte de las nuevas y verdaderas misiones de esta institución en el marco del sistema penal que le imposibilitan ser juez y parte respecto al cumplimiento y ejecución de sentencias, el constituyente de 2010 estableció clara y expresamente en el artículo 148, párrafo I, de la Constitución que la función judicial consiste en administrar justicia para decidir sobre los conflictos entre personas físicas o morales, en derecho privado o público, en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado. De manera que, desde la óptica constitucional, a quien corresponde otorgar o no la fuerza pública es a los jueces y tribunales de la República y no al Ministerio Público, en la medida en que, conforme al texto constitucional citado, es al Poder Judicial a quien toca juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.
Esto se cumple parcialmente respecto al sistema penal en donde es al juez de la ejecución de la pena a quien le corresponde, de acuerdo con el Código Procesal Penal, el control de la ejecución de las sentencias, de la suspensión condicional del procedimiento, de la sustanciación y resolución de todas las cuestiones que se planteen sobre la ejecución de la condena (artículo 74). Sin embargo, en el plano civil, comercial, laboral y del Derecho privado en sentido general, no disponemos de un juez de la ejecución de la sentencia que vele por el fiel cumplimiento y ejecución de las sentencias dictadas por los jueces en dicha materia.
En cuanto al Tribunal Constitucional, conforme la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y de los Procedimientos Constitucionales, éste resuelve sobre las incidencias de la ejecución de sus sentencias (artículo 50), de acuerdo con los poderes del juez de amparo (artículo 89), que también vela por el cumplimiento de sus mandamientos. De todos modos, más allá de los mecanismos establecidos por la propia LOTCPC y el ordenamiento jurídico para la ejecución de las sentencias del Tribunal Constitucional, sería aconsejable la instauración en la organización del propio Tribunal Constitucional de una oficina de seguimiento y vigilancia de la efectividad de las sentencias que emita el Tribunal Constitucional, que permita dar el seguimiento a las distintas sentencias del Tribunal Constitucional, especialmente a aquellas que involucran un determinado tipo de actuación de los poderes públicos o que ordenan determinadas actuaciones de parte de la Administración. Esta oficina daría seguimiento a partir de la emisión de la sentencia y dispondría un registro anual sobre organismos renuentes o funcionarios amonestados por sentencias del Tribunal Constitucional que podrían ser publicados en la página web y también, eventualmente, a través de los medios de difusión nacional como un dispositivo de presión sobre su conducta.
La cuestión de la ejecución y cumplimiento de las sentencias se vuelve más que dramática cuando éstas son contra el Estado. Aquí estamos en presencia de un verdadero suplicio porque el Estado incumple muchas veces los laudos arbitrales, las sentencias internacionales y las decisiones de la jurisdicción contencioso-administrativa en su contra, lo cual se agrava porque, cuando se trata de sanciones o reparaciones económicas, el Estado es inembargable. La Ley 86-11 dispone que las sentencias en contra del Estado serán satisfechas con cargo a la partida presupuestaria de la entidad pública afectada con la sentencia (artículo 3) y que, en caso de que no haya fondos presupuestarios suficientes, las autoridades se ocupará de su inclusión en el ejercicio presupuestario siguiente (artículo 4). Cuando el funcionario correspondiente no hace esta inclusión, solo queda entonces el camino del juez de amparo de cumplimiento, recomenzando entonces el duro, costoso, tortuoso e interminable ciclo judicial.
Por Eduardo Jorge Prats
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